Seguimos jugando, la historia continúa.
Me llegó una carta; Rosso me citaba a mí y a la Gallega en
el Alfil Rosso para discutir acerca de la situación de Cambalache, y como ya se
acercan las elecciones, estimo que para intentar vendernos su voto. Increíblemente,
parece que va a dar la cara. Nos debían pasar a buscar por la esquina de
Avenida Rivadavia y Medrano. La Gallega no apareció. Se ve que decidió hacerle
la cruz a la mafia y a los políticos. Yo me quedé esperando a que alguien
apareciera. Porque el Mercury negro que debía recogerme tampoco apareció. ¡Qué
manera de hacerme perder el tiempo, viejo! Me voy a tomar un café bien cargado
a Las Violetas, la gran confitería de Rivadavia y Medrano. A ver si se me pasa
este mal humor que ya me empieza a opacar los colores de mi camisa hawaiana.
Cuarenta minutos después, el Mercury pasó a buscarme. Con la
ventanilla baja y fumándose un pucho, el chofer me dijo “dale, subí”. Casi le
bajo los dientes de una piña. Tengo una calentura… Apenas subí al auto los
asientos de cuero negro me gritaron mil nombres. Sudor y aroma a perfumes
baratos se escondían entre los recovecos del asiento trasero. Este tipo tiene
información; sabe más de lo que aparenta saber. Lo lleva y lo trae a Rosso para
todos lados y mi camisa floreada no lo distrajo. Supo que soy comisario. Tiene
cara de boludo, pero no lo es. Le ofrecí un trato: información a cambio de
protección. Yo no tengo un mango, pero de alguna manera necesito saber qué se
trae Rosso entre las mangas de su traje caro y su sonrisa de buen vecino. El
chofer me dejó en el Alfil Rosso. Al parecer el jefe no está. Supongo que me
recibirá su mujer. Esa mina se hace la buena y es la peor bruja de Buenos
Aires. Es hora de poner las cartas sobre la mesa, y esta vez, no precisamente
las de póker.
Me siento en una mesa a esperar. Un American Gold Label en
la mano; en la otra, un habano a punto de ser prendido. La impaciencia se
empieza a adueñar de mí. Intento calmarme. ¡¡¡VIEJO!!! Hace media hora estoy
esperando a que me reciban. De fondo se escuchan conversaciones ajenas,
miserias y melancolías de mejores épocas. Se escuchan afilar las cartas. El
lugar está rodeado de espejos, sucios, porque guardan el recuerdo de lo que,
cada ser desdichado que pasa por ahí, alguna vez fue. Paredes rojas, humo denso
en el aire, vulgaridades llenando la atmósfera por donde quiera que vea. Sueños
rotos y almas secuestradas en el olvido. Esto es el Alfil Rosso.
Dos whiskys menos y el cenicero lleno. Doña Lucía me hace
pasar. ¡Qué oficina más horrible! Pintada de color amarillo patito, como para
querer dar la impresión de buena mujer, de inspirar confianza, amante de los niños
y pacífica con los adultos. Ese color sólo hace más siniestro el rostro de la
señora Rosso, descubriéndole las arrugas operadas y las ojeras tapadas por el
corrector. Escritorio de vidrio y libros llenos de polvo denotando la frialdad
de esa oficina y de su corazón.
Estuvimos un largo rato hablando. Yo no le creo nada.
Propone más plata, más plata para todos. Ella cree saber todo de mi vida, pero
en verdad, no sabe ni mierda. Se cree que puede manejar a todos con solo un
chasquido de dedos, pero el único sometido acá es su marido. Yo no voy a
convertirme en su marioneta, pero voy a dejar que ella juegue un rato conmigo.
Y yo voy a sacar provecho de eso. Voy a hacerle creer que necesito el dinero
para darles un futuro mejor a mis hijos. La realidad es que yo enterré mi
corazón junto con el deseo de tener una familia. Mi mujer vive en el casino, el
hipódromo, en cualquier parte en donde se pueda apostar, menos en casa. Su
adicción al juego y mi adicción a la soledad destruyeron todo lo que alguna vez
habíamos construido. Puede que esta sea mi oportunidad de largarme, irme lejos
de toda esta basura.
Quedamos en que mañana su asistente me acercaría unas cosas,
archivos supongo, para ganarme su confianza. Quizás puedo llegar a un acuerdo
con los Rosso sin que lleguen a tocar Cambalache, aunque ya no me importa
demasiado. Doña Clara me plantó, ella solo vela por sus intereses, quizás es
momento de que yo haga lo mismo.
A la salida de ese antro de mala muerte, me crucé al Padre
Juan, famoso en Almagro por tenerles demasiado cariño a los niños. Demasiado.
Esta noche allí dentro va a haber una reunión. Entre picas y diamantes se va a
debatir el tema de las elecciones y el cura no fue invitado. Estaba fastidioso.
Charlando me mencionó que el chofer sabe cosas. Coincidimos. Quedamos en conseguir
algo más de información. El domingo lo veo en la parroquia. Aunque, a decir
verdad, estoy cambiando mi juego.
El viaje a casa en el Mercury se pasó volando. De charla en
charla con Juan Domingo Hipólito (sí, ese es el chofer, y sí, se llama así el
pobre) me di cuenta de que él no me iba a servir para nada. Es cierto, yo no
puedo ofrecerle más de lo que le ofrece la señora Rosso. Y yo me empiezo a
hartar de este papel de detective que estoy tomando. Que se vaya todo a la
mierda. Yo voy a tomar el dinero que me ofrecen y después me voy, seee, al
caribe, Hawái. Lejos de la guerra, lejos de la mafia, lejos de una mujer que
apostaría mi vida por dos mangos más en su bolsillo, lejos de todas mis
frustraciones. Ya no me importa nada, todos esperan que sea un comisario
corrupto, pues lo tendrán. Pero para cuando se enteren de que lo soy pretendo
estar muy lejos de Buenos Aires. Esta ciudad ya no tiene más nada para mí.
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